La
educación social, suele acontecer en un encuentro entre dos personas. Tu cuerpo
y su cuerpo se entrelazan en el baile que supone la relación socioeducativa. En
el vaivén de aquello que va sucediendo, con intensidades variables y formando
un ejercicio profundo y complejo de medir bien las distancias. Calcularlo no es
una tarea fácil, en tanto que las historias de vida se impactan entre sí, se
conjugan y se mezclan en los matices que aportan las experiencias vividas. Esa
es la relación que se construye con el otro. Ese será el vínculo que pueda
forjarse en la más sincera intimidad de lo personal.
Supongo,
que es lo que se espera que hagamos: estar presentes y disponibles para acoger
lo que venga, dejándonos impactar. Porque así, lo que le ocurre a los sujetos
tiene un efecto en nosotros y ellos pueden interiorizar la capacidad de
modificar el estado de ánimo de quien está a su lado. Así, su identidad coge
fuerza y valor en tanto que florece el sentimiento de pertenencia.
Esto me
lleva a pensar, en la función “reparadora” que tiene nuestro oficio.
Por eso,
nuestra función también tiene que tener esa parte de reparación. Para
fortalecer los vínculos, para ofrecer amarre y seguridad y sobre todo para
brindar la oportunidad de tener a alguien al lado que te mira y se preocupa,
sin juicios, ni intenciones ni condiciones.
Nuestra
profesión, responde a un acto artesano simbólico pero a la vez contradictorio,
el de la dicotomía: ligar y desligar, hacer y deshacer, hablar y callar,
amarrar y soltar. En cada momento hay que encontrar el difícil equilibrio entre
todas las partes para dar autonomía al sujeto, pero ofreciendo la seguridad,
que hagan lo que hagan, nosotros estaremos allí. Porque nuestro oficio, tiene
algo maravilloso y es que es incondicional.