Soy caminante sin rumbo claro en la educabilidad. Ninguna
meta fija donde llegar, trazando recorridos al azar con precaución y
razonamiento. Sin saber dónde ir, pero delineando con intención y moviéndome
con soltura por las brechas de la exclusión.
Sin protocolos, ni señales ni leyes que me hagan perder
la magia que supone el acercamiento cultural. Sigo transitando por espacios
inexplorados, no porque sean inaccesibles sino porque pocos quieren acercarse a
ellos. Lugares residuales, huelen a diferencia. Y la diferencia estremece.
Para ello estamos los educadores y educadoras sociales.
Para coexistir en ese sótano llamado “zonas de marginación”. Compartiendo el
tiempo con las personas (no ciudadanos) de la periferia. Las que están alejadas,
interrumpidas, inacabadas… casi se les podría decir que son errores necesarios
o daños colaterales de nuestra sociedad. Más o menos viene a ser lo mismo.
Esta subjetividad que excluye y aparta perpetúa la visión
normalizadora. Lo aterrador es que está en todas partes. Es impalpable, volátil
e incontinua porque permanece en las relaciones, en las palabras y en las
miradas. Es algo cultural y profundo. Por eso transformar cuesta tanto.
Hay quien dice que baja al pozo a ayudar (ver, observar,
categorizar) a la miseria. Pero con traje de protección nuclear, armado hasta
los dientes y con una cuerda para volver a subir. Como se dice coloquialmente:
trabajan con seguridad, limpian sin mancharse. Acuden a la periferia a eternizar
la normalidad.
Yo me siento cómodo en esos espacios de diferencia y me
gusta impregnarme de ella. No sé bien porque, nunca lo he sabido. Así que no poseo
una explicación racional del porqué de mi profesión. Simplemente, sé que este
es mi sitio.