No hacer nada no es perder el tiempo. Puede ser el acto
más grande de disidencia en un entorno socioeducativo.
Es salirse de los protocolos, los horarios, las normas,
el trabajo productivo o los dictámenes. Todo para acercarse a la persona, a su
ser, a su alma y a su interior más subjetivo. Escuchar, mirarse, tocarse,
bailar, hablar, sentarse, tirarse al suelo, estar callados o mirar el silencio…
todos ellos son actos del “no hacer nada”
para imaginar nuevas formar de habitar las relaciones. Nos regimos
continuamente por horarios estrictos que nos condenan a sobrepasar el tiempo
con obligatoriedades. Pautas hegemónicas que provienen más del poder
normalizador que de la voluntad de hacer algo. Y cuando alguien asustado, al
ver nuestra posición, se cuestiona lo siguiente: es que no haces nada. En
realidad quiere decir: no haces nada productivo.
La preocupación por la producción en la sociedad del
consumo tiene cierta lógica, pero de la misma manera hay que encontrar esas
aberturas que nos liberen de ella. Por
ello, en mi práctica diaria intento ofrecer un espacio de ligereza y de
acercamiento humano, aportando calidez y presencia. A veces las personas que
circulan eternamente por las instituciones sociales, médicas o asistenciales
carecen de esa oferta. Todos los profesionales les hablan, les dan órdenes,
consejos, directrices, pautas, objetivos, tratamientos… yo incluido.
Por eso me
pregunto, ¿esta manera de afrontar el sufrimiento no es acaso la representación
viva de la inmediatez y la espontaneidad del capitalismo? ¿No son sino
actuaciones volátiles y momentáneas que eternizan la dependencia del sujeto con
dichas instituciones? Y en ningún momento sienten la presencia y la
consciencia. ¿Dónde están los profesionales que miran los diagnósticos, las
pantallas de ordenador o los informes mientras habla la persona? En la nube
imaginaria del poder profesional. De esa manera no hay una persona delante de
otra, hay un ser mecanizado delante de un ser humano.
Así, ¿qué acto más rebelde puede suceder en una
institución total, que romper con sus dinámicas, aunque dentro de ella y
formando parte de ella pero avanzando en dirección contraria? Cohabitar esos espacios,
esos escenarios donde te saltas las reglas para no poner otras, ni ritmos ni
maneras ni estacadas invisibles que frustran las palabras. Es parar el tiempo,
apretar el “pause” en una sociedad liquida que todo se crea y a la vez se
desvanece con una rapidez aterradora. Es presentarte con toda tu consciencia
para modelar algo que previamente ya ha sido designado, estudiado y pautado. Es
revelarte contra la inmediatez, contra la deshumanización de las relaciones
para acercarte más a lo que nos une aceptando lo que nos diferencia.
De alguna manera, no hacer nada es liberarte de todo
aquello aprendido, del imaginario conceptual y práctico que todos poseemos.
Incluso también significa redimir del mismo concepto de no hacer nada. Es
presentarse desnudos y despojados de cualquier coraza que nos proteja para
crear momentos de verdadera horizontalidad. Es entrar en la realidad de los
sueños para afanarse a ella y divagar sin impaciencias.
Por eso creo que ofrecer el “no hacer nada” también es un
elemento sustancial de las prácticas socioeducativas, y es más, creo que las
personas tienen el derecho de que alguien se lo ofrezca. Aun así, todo esto me
sugiere muchas preguntas sin respuesta, que a la vez me trasladan a la
confirmación de mi necesidad de replantear y repensar continuamente mi lugar en
el mundo social.
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