Últimamente me están llegando
diferentes opiniones y relatos sobre servicios que atienden a personas con diversidad
funcional un poco desmotivadoras. Parece que las figuras de los educadores/as
siguen ancladas en una colonización del espacio y del tiempo sin tener en
cuenta las subjetividades de las personas que atienden. Y eso, desgraciadamente
no hace más que perpetuar el dominio de lo irrespetuoso.
Sí que es cierto, que desde algunos ámbitos
más generales como Dincat se está trabajando desde las perspectivas de Derechos
Humanos y esto ya hace que la mirada vaya encaminándose hacia nuevos
derroteros.
Pero después, en el día a día de los
servicios algunos empleados te comentan dinámicas que directamente vulneran estos
derechos. Al decir esto, a lo mejor alguien piensa que quebrantar los derechos
humanos es sinónimo de agresión física o vejación o algo similar. Pero la sutileza
de la que quiero dejar constancia es mucho más difusa que esas prácticas inadmisibles.
Son relaciones que quedan disipadas bajo
el control autoritario de la educación, bajo aquella biopolítica del poder que definía
Foucault. Donde las inercias coercitivas son ejecutadas bajo las relaciones, las
palabras, las miradas, los acompañamientos… Es en ese espacio de lo formal
donde la libertad de acción de los y las educadoras se convierte en un
ejercicio de dominación sobre alguien desposeído y abandonado a las órdenes de
sus referentes.
A modo de ejemplo, veo que en las dinámicas
de los servicios a veces queda un hueco, un espacio vacío donde poder vehicular
la relación usuario-profesional sin necesidad de tener una agenda marcada. Esos
momentos de potencialidad donde poder improvisar favorece la proximidad y la
sinceridad necesaria para descubrir al otro desde su propia posición. Sin
interferencias, de una forma más genuina porque precisamente surge de la espontaneidad.
Ya lo he remarcado otras veces, pero es ese “no hacer nada” el que nos puede hacer
sentir al otro desde una autentica legitimidad. Pero la necesidad propuesta por
la sociedad del consumo, que nos evoca a consumir el tiempo con cosas, objetos,
actividades o relaciones, también nos induce a provocarlo en los demás. ¿Podría
ser que esto sea reflejo de nuestro miedo a estar solos? ¿Que responda a la
necesidad de rellenar el tiempo porque si? Nunca nos han enseñado a estar
parados, a escucharnos, a sentir lo que queremos, a notar nuestro cuerpo, a
respetarnos… y mucho menos a verlo y hacerlo en los demás.
Pero si a parte, hablamos de colectivos
que por tener una forma de estar en el mundo, de interactuar y de relacionarse
diferente a la hegemónica quedan en situaciones susceptibles, esto que comento
creo que aún tiene más importancia. Porque si desde estos servicios se trabaja
más de cara a la galería, nos guste o no se estarán vulnerando derechos
humanos.
Por eso creo que es tan importante
favorecer espacios de respeto y de dar lugar al otro. Para asegurarnos que sus
derechos son autorizados. Para que el otro pueda decidir, con tiempo y con
calma. Para que tanto usuario como profesional se puedan escuchar y mirarse
hacia dentro para ver qué les pasa. Para que la atención a las personas se humanice
y deje de responder a lógicas mercantiles de producir por producir. Simplemente
para que el otro: pueda ser y estar.
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